J.M.Coetzee. Desgracia

J. M. Coetzee – Desgracia


«Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y divorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo. Los jueves por la tarde coge el coche y va hasta Green Point. A las dos en punto toca el timbre de la puerta de Windsor Mansions, da su nombre y entra. En la puerta del número 113 le está esperando Soraya. Pasa directamente hasta el dormitorio, que huele de manera agradable y está tenuemente iluminado, y allí se desnuda. Soraya sale del cuarto de baño, deja caer su bata y se desliza en la cama a su lado.
—¿Me has echado de menos? —pregunta ella.
—Te echo de menos a todas horas —responde. Acaricia su cuerpo moreno como la miel, donde no ha dejado rastro el sol; lo extiende, lo abre, le besa los pechos; hacen el amor.»

«Como ella lo complace, como el placer que le da es inagotable, él ha terminado por tomarle afecto. Cree que, hasta cierto punto, ese afecto es recíproco. Puede que el afecto no sea amor, pero al menos es primo hermano de este.»

«Le gustaría pasar con ella una velada, tal vez incluso una noche entera. Pero no la mañana siguiente. Sabe demasiado de sí mismo para someterla a la mañana siguiente, al momento en que él se muestre frío, malhumorado, impaciente por estar a solas.
Ese es su temperamento. Su temperamento ya no va a cambiar: es demasiado viejo. Su temperamento ya está cuajado, es inamovible. Primero el cráneo, luego el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo.»
«Durante el resto de su tiempo da clase de Comunicaciones 101, «Fundamentos de comunicación», y de Comunicaciones 102, «Conocimientos avanzados de comunicación».
Si bien diariamente dedica horas y horas a su nueva disciplina, la premisa elemental de esta, tal como queda enunciada en el manual de Comunicaciones 101, se le antoja absurda: «La sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que podamos comunicarnos unos a otros nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones». Su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana.»

«Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.»

«Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.»

«Él tiene una idea atinada de cómo hablan entre sí las prostitutas sobre los hombres que las frecuentan, en concreto los hombres de edad avanzada. Cuentan anécdotas, se ríen, pero también se estremecen, tal como alguien se estremece al ver una cucaracha en el lavabo cuando va al cuarto de baño en plena noche. No falta mucho para que con finura, con malicia, también él sea fuente de estremecimientos parecidos. Es un destino al que no puede escapar.»

«Ella lleva un impermeable de plástico amarillo; en el coche, se baja la capucha. Está ruborizada; él repara en que le sube y le baja el pecho. Con la lengua, se limpia una gota de lluvia del labio superior. ¡Una niña!, piensa él. ¡No es más que una niña! ¿Qué estoy haciendo? Sin embargo, el corazón se le desboca por el embate del deseo.»

«—Yo me lo he buscado. Me ofrecieron una solución de compromiso que no quise aceptar.
—¿Qué clase de compromiso?
—Reeducación. Reforma de mi carácter. La palabra clave fue consejo.
—¿Y acaso eres tan perfecto que no puedes aceptar ni un solo consejo?
—Es que me recuerda demasiado a la China maoísta. Retractación, autocrítica, pedir disculpas en público. Soy un hombre chapado a la antigua, prefiero que en tal caso me pongan contra la pared y me fusilen. Así habría terminado todo.»

«No le ha caído bien del todo Bev Shaw, una mujer bajita, regordeta, bulliciosa, de pecas oscuras, cabello muy corto y crespo, sin cuello apenas. No le agradan las mujeres que no se esfuerzan por resultar atractivas. Es una reticencia que ha tenido antes con las amigas de Lucy. No es que se sienta orgulloso: es un prejuicio que se ha hecho sitio en su ánimo, que se ha instalado en él. Su ánimo se ha tornado un refugio para los pensamientos viejos, vagos, indigentes, que no tienen otro sitio al que ir. Debería echarlos de allí a patadas, limpiar del todo el recinto. Pero no se toma esa molestia, o al menos no con la seriedad suficiente.»

«—Pues me parece excelente. Perdóname, hija, pero me cuesta un gran esfuerzo interesarme un poco por esta cuestión. Es admirable lo que tú haces, lo que hace ella, pero los defensores de los derechos y el bienestar de los animales a mí me parecen un poco como cierta clase de cristianos: todos tienen mucho brío, mucho ánimo, y tan buenas intenciones que al cabo de un rato a mí me entran ganas de irme por ahí y dedicarme al saqueo y al pillaje. O a dar de patadas a un gato.»

«Desde luego, no que siga siendo para siempre una niña, inocente para siempre, para siempre suya; eso sí que no. Pero él es su padre, y a medida que un padre envejece se vuelve cada vez más, es inevitable, hacia su hija. Ella se convierte en su segunda salvación, en la novia de su juventud renacida. No es de extrañar que en los cuentos de hadas las reinas acosen a sus hijas hasta matarlas.»

«—Pero si lo que pretendes es poner fin a la propagación del escándalo, ¿no crees que deberías defenderte, plantar cara? ¿No crees que las habladurías se multiplicarán sin cesar si te limitas a huir?
De niña, Lucy había sido apacible, retraída, y había estado presta a observarlo, pero nunca, al menos por lo que alcanzaba a colegir, a juzgarlo. Ahora, a sus veintitantos, ha comenzado a distinguirse. Los perros, la jardinería y el huerto, los libros de astrología, sus ropas asexuadas: en cada uno de esos rasgos reconoce una declaración de independencia tan considerada como determinada. También en su manera de volver la espalda a los hombres. En el modo en que hace su propia vida. En cómo sale de su propia sombra y la deja atrás. ¡Bien! ¡Eso le agrada!»

«Sucede a diario, a cada hora, a cada minuto, se dice; sucede por todos los rincones del país. Date por contento de haber escapado de esta sin perder la vida. Date por contento de no ser ahora mismo un prisionero dentro del coche que se larga a toda velocidad, o de no estar en el fondo de un donga, un cauce seco, con un balazo en la cabeza. Date por contento de tener aún a Lucy. Sobre todo a Lucy.
Es un riesgo poseer cualquier cosa: un coche, un par de zapatos, un paquete de tabaco. No hay suficiente para todos, no hay suficientes coches, zapatos ni tabaco. Hay demasiada gente, y muy pocas cosas. Lo que existe ha de estar en circulación, de modo que todo el mundo tenga la ocasión de ser feliz al menos un día. Esa es la teoría: aférrate a la teoría, a los consuelos de la teoría. No es una maldad de origen humano, sino un vastísimo sistema circulatorio ante cuyo funcionamiento la piedad y el terror son de todo punto irrelevantes. Así es como hay que considerar la vida en este país: en sus aspectos más esquemáticos. De lo contrario, uno se volvería loco. Coches, zapatos, tabaco; también las mujeres. Ha de haber algún hueco dentro del sistema, un hueco para las mujeres y lo que les sucede.
Lucy ha aparecido por detrás de él. Se ha puesto unos pantalones y una gabardina; se ha peinado, se ha lavado la cara, está inexpresiva. Él la mira a los ojos.
—Querida, queridísima mía… —dice, y se atraganta al sentir un sollozo repentino.
Ella ni siquiera mueve un dedo para consolarlo.»

«—¡No digas tonterías! —responde Bill Shaw—. ¿Para qué están los amigos? Tú habrías hecho lo mismo.
Pronunciadas sin el menor atisbo de ironía, esas palabras quedan impresas en él, indelebles. Bill Shaw cree que si él, Bill Shaw, hubiera recibido un golpe en la cabeza y luego su agresor le hubiese prendido fuego, él, David Lurie, habría ido en coche al hospital y se habría sentado a esperarlo sin llevar siquiera un periódico para pasar el rato, para llevarlo después a su casa. Bill Shaw cree que porque David Lurie y él compartieron una vez una taza de té, David Lurie es su amigo, y que por eso los dos tienen ciertas obligaciones mutuas.»

«¿Acaso es que Bill Shaw, nacido en Hankey, a menos de doscientos kilómetros de allí, y que trabaja en una ferretería, ha visto tan poco mundo que ni siquiera sabe que hay hombres que no traban amistades con facilidad, hombres cuya actitud frente a la amistad entre los hombres está corroída por el escepticismo?»

«Se va apoderando de él un humor gris. No es solo que no sepa qué hacer consigo mismo. Los acontecimientos del día anterior lo han sacudido hasta lo más profundo de su ser. El temblor, la flojera son únicamente los primeros signos, los más superficiales, de la conmoción. Tiene la sensación de que, en su interior, algún órgano vital ha sufrido una magulladura, un abuso. Tal vez incluso sea el corazón. Por vez primera prueba a qué sabe el hecho de ser un viejo, estar cansado hasta los huesos, no tener esperanzas, carecer de deseos, ser indiferente al futuro. Medio derrumbado sobre una silla de plástico, en medio del pestazo que despiden las plumas de las gallinas y las manzanas medio podridas, entiende que su interés por el mundo se le escapa gota a gota. Tal vez sean precisas semanas, tal vez meses, hasta que se desangre y se quede seco del todo, pero no le cabe duda de que se desangra. Cuando haya terminado será como el despojo de una mosca prendido en una telaraña, quebradizo al tacto, más ligero que una cascarilla de arroz, listo para salir volando con un soplo de aire.»

«Sus ganas de vivir se han apagado de un soplido. Como una hoja seca a merced de un arroyo, como un bejín que se lleva la brisa, ha comenzado a flotar camino de su propio fin.»

«La sangre de la vida abandona su cuerpo y es reemplazada por la desesperación, una desesperación que es como el gas, inodora, incolora, insípida, carente de nutrientes. Uno la respira y las extremidades se le relajan, todo deja de importar incluso en el momento en que el acero te roce el cuello.»

«Las ovejas pasan el resto del día cerca de la presa, donde las ha amarrado. Al día siguiente aparecen amarradas en el trecho yermo en que estaban antes, junto al establo.
Es de suponer que les queda hasta el sábado por la mañana, un par de días. Parece una forma bien triste de consumir los dos últimos días de una vida. Son costumbres del campo: así llama Lucy a esas cosas. Él dispone de otras palabras: indiferencia, crueldad. Si el campo puede emitir su veredicto sobre la ciudad, también la ciudad puede enjuiciar al campo.»

«No: esa es la última palabra de Lucy. Se retira a su habitación, cierra la puerta, lo deja al margen. Paso a paso, de manera tan inexorable como si fueran marido y mujer, ella y él se van distanciando, y él no puede hacer nada para remediarlo. Sus propias trifulcas han pasado a ser como las discusiones de un matrimonio, de dos personas atrapadas juntas, sin otro lugar al que irse.»

«desarrollan un caparazón alrededor del alma. El hábito endurece: así debe de ser en la mayoría de los casos, pero no parece ser así en el suyo. No parece poseer el don de la dureza.
Todo su ser resulta zarandeado por lo que acontece en el quirófano. Está convencido de que los perros saben que les ha llegado la hora. A pesar del silencio y del procedimiento indoloro, a pesar de los buenos pensamientos en que se ocupa Bev Shaw y él trata de ocuparse, a pesar de las bolsas herméticas en las que cierran los cadáveres recién fabricados, los perros huelen desde el patio lo que sucede en el interior. Agachan las orejas y bajan el rabo como si también ellos sintieran la desgracia de la muerte; se aferran al suelo y han de ser arrastrados o empujados o llevados en brazos hasta traspasar el umbral. Sobre la mesa de operaciones algunos tiran enloquecidos mordiscos a derecha e izquierda, algunos gimotean de pena; ninguno mira directamente la aguja que empuña Bev, pues de algún modo saben que va a causarles un perjuicio terrible.
Los peores son los que lo olfatean y tratan de lamerle la mano. Nunca le han gustado esos lametones, y su primer impulso es el de alejarse. ¿Por qué fingir que es un camarada, cuando en realidad es un asesino? Sin embargo, se ablanda. Un animal sobre el cual pende la sombra de la muerte, ¿por qué iba a sentir que se aparta como si su tacto fuese una aberración? Por eso les deja lamer su mano si quieren, tal como Bev Shaw los acaricia y los besa cuando se lo permiten.
Espera no pecar de sensiblero. Procura no mostrar sentimientos a los animales que mata, ni mostrar sentimientos a Bev Shaw. Evita decirle: «No sé cómo puedes hacerlo», para no tener que oírle responder: «Alguien tiene que hacerlo». No descarta la posibilidad de que en lo más profundo Bev Shaw tal vez no sea un ángel liberador, sino un demonio, y que tras sus muestras de compasión puede ocultarse un corazón tan correoso como el de un matarife. Trata de mantenerse con la mente bien abierta.»

«De ser esta una partida de ajedrez, él diría que Lucy ha perdido sus opciones en todos los frentes. Si tuviera algo de sentido común, renunciaría a todo: se acercaría al Banco de Crédito Agrícola, idearía un trato con ellos, consignaría la granja a nombre de Petrus, volvería a la civilización. Podría abrir una perrera o una simple guardería para perros en los suburbios; podría incluso ampliar el negocio a los gatos. También podría volver a lo que hacía con sus amigos en sus tiempos de hippy: labores de costura y tejido al estilo étnico, alfarería al estilo étnico, cestería al estilo étnico, venta de abalorios a los turistas.
Derrotada. No es difícil imaginar a Lucy dentro de diez años: una mujer gruesa, con surcos de tristeza en la cara, vestida con ropas muy pasadas de moda, hablando con sus animales, comiendo sola. Un asco de vida, pero mejor de todas formas que pasar sus días temerosa de sufrir una nueva agresión, cuando los perros ya no basten para protegerla y ya nadie coja el teléfono.»

«—Lo irrita esa costumbre que tiene Petrus de dejar las palabras suspendidas en el aire. Hubo un tiempo en que pensó que tal vez podría hacerse amigo de Petrus. Ahora lo detesta. Hablar con Petrus es como liarse a puñetazos con un saco lleno de arena—.»

«Ahora bien: la sola idea de acudir de nuevo a Melanie es una locura. ¿Por qué iba ella a dignarse hablar con un hombre condenado por ser su perseguidor? Además, ¿qué pensará de él, del idiota de la oreja desollada, el pelo mal cortado, el cuello arrugado de la camisa?
Las bodas de Cronos y Harmonía: algo antinatural. Eso fue lo que se pretendió castigar con el juicio, una vez despojada el habla de palabras grandilocuentes. Fue juzgado por su manera de vivir. Por cometer actos impropios: por diseminar su simiente vieja, cansada, simiente que no brota, contra naturam. Si los viejos montan a las jóvenes, ¿cuál será el futuro de la especie? En el fondo, esa fue la argumentación de los fiscales. De eso trata la mitad de la literatura, del modo en que las jóvenes se debaten por escapar del peso de los viejos, y todo en aras de la especie.
Suspira. Los jóvenes abrazados, inconscientes, atentos solo a la música sensual. No es este un país para viejos. Parece haber pasado largo tiempo entre suspiros. Pesar: una nota de pesar con la que salir del paso.»

«¿Qué clase de niño podrá ser engendrado de una simiente como esa, simiente introducida en la mujer no por amor, sino por odio, y mezclada caóticamente, destinada a ensuciarla, a marcarla, como la orina de un perro?
Un padre sin la elemental sensatez de haber tenido un hijo: ¿es así como ha de terminar todo, es así como ha de extinguirse su linaje, como el agua que gotea sobre la tierra? ¡Quién lo hubiera dicho! Un día como cualquier otro, un día de cielo despejado y sol suave, en el que de pronto todo ha cambiado, ha cambiado por completo.
De pie, apoyado de espaldas contra la pared de la cocina, con la cara oculta entre las manos, gime y gime hasta que acuden las lágrimas.»

«Llega a la verja y se detiene. Lucy, de espaldas a él, todavía no lo ha visto. Lleva un vestido veraniego azul claro, botas y un sombrero de paja de ala ancha. Cuando se inclina a recortar una rama, a atar otra, a quitar una mala hierba del arriate, le ve la piel lechosa y recorrida por venas azuladas, los tendones anchos y vulnerables que le marcan las corvas: la parte menos bella del cuerpo de una mujer, la menos expresiva y, por consiguiente, tal vez la que mayor ternura suscita.»

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