La familia – Sara Mesa


# ¡En esta familia no hay secretos!

> Silencio y respeto –dijo Madre–. Una cosa va relacionada con la otra, y esta es una buena manera de demostrarlo. Podemos estar sentados en la misma mesa, cada uno ocupado en sus asuntos, y no molestarnos lo más mínimo. Y hasta podemos compartir el material, ya que estamos tan cerca.

Estas ideas las repitió varias veces con distintas palabras. Colaboración, participación, generosidad, calma. Martina se preguntó si para defender el silencio hacía falta hablar tanto.

# Uña y carne

> Paqui Carmona. ¿No conoces a Paqui Carmona? ¿De verdad no te acuerdas de Paqui Carmona?

Paqui Carmona. Había sido compañera suya en la facultad el primer año, una especie de amiga de una lealtad perruna que siempre se sentaba a su lado en las clases. Cuando Rosa cambió de carrera, mantuvieron el contacto un par de años más, de forma intermitente, hasta que dejaron de verse por completo. Los recuerdos de Rosa eran muy borrosos. Paqui era una chica que cultivaba una actitud de segundona, escabulléndose de la primera fila a conciencia. Ingenua, apocada, no causaba problemas a nadie. Rosa se había apoyado en ella al principio. Después, cuando cogió impulso, ya no le hizo falta para nada.

# Resistencia

> Paseaban sin alejarse demasiado del barrio. Eran muy jóvenes, pero se comportaban como dos viejos. A ella, en aquel momento, le pareció que su envaramiento al caminar era una señal de estilo. Él observaba las calles con atención, de vez en cuando levantaba las cejas. Toda aquella animación le perturbaba: los bloques de pisos que se construían en dos días, uniformados, feos, las vecinas en bata rodeadas de niños churretosos, los comercios donde el tendero, antes de despacharlas, les miraba las tetas a las mujeres y ellas nunca se molestaban, más bien al contrario. Vocerío y alboroto, como si nadie supiese hablar en voz baja. La ciudad había crecido para acoger en sus bordes a los exiliados de los pueblos, con toda su vulgaridad y su incultura, en una capa de excrecencia de la que había que huir cuanto antes. En su manera de mirar, Damián deslizaba un sutil reproche que a Laura la hacía sentirse un pelín culpable.



> Laura se avergonzaba de su hermana, de su ignorancia y su mediocridad, y se alejaba de ella como si corriese riesgo de contagio. También la misma hermana recelaba. Las conversaciones entre ambas se llenaron de convencionalismos y omisiones, recorridas por un finísimo desprecio autodefensivo.

La hermana siempre había sido una especie de cabra loca, se había



> Cuando viajó a conocer a sus suegros y sus cuñados, Laura comprendió que la diferencia solo radicaba en el carácter de esa familia, en su evidente superioridad intelectual. Eran bajitos y enjutos, pero parecían caminar un metro por encima de la acera, sorteando la grosería y la falta de cultura, la codicia y el egoísmo. Hablaban muy despacio, en voz baja, utilizando palabras elevadas y precisas, y aseguraban amar los diccionarios. Consultaban sus dudas y discutían entre ellos por acepciones, sinónimos, preposiciones correctas o incorrectas, cuándo que es un adverbio y cuándo una conjunción. Comían con frugalidad, eran abstemios y se acostaban temprano. No tenían televisor. Jamás se gritaban, pero por debajo del diálogo –o de como se llamara aquello que hacían cuando hablaban– fluía una corriente arremolinada y tensa, como a punto de desbordarse. El dique que la sujetaba no era la cortesía sino la soberbia. Cada uno se convencía a sí mismo con sus propios argumentos y con eso bastaba.

# Todos los patos y los peces juntos

> Con seis años menos que Damián, Aqui, el pequeño, parecía seis años mayor: voluntarioso, independiente, irresponsable pero dispuesto a afrontar él solito las consecuencias de su irresponsabilidad y, para colmo, dotado del arbitrario toque del encanto. En cuanto a las niñas, se criaban solas, por así decirlo, y más desde que había llegado Martina, con sus secretos de niñas en los que era mejor no meterse. Ella intuía que había algo físico en Damián que ponía de los nervios a Padre, algo que iba más allá de la gordura. Era la piel tan blanca –como cruda–, la redondez de los ojos azules, ¡las pecas! –que nadie más tenía–, los andares de cerdito y la torpeza de las manos, que no agarraban con fuerza.

Poca pena

> Se siente vigilada, como el preso recién liberado pero todavía sospechoso de reincidencia. Hay silencios insoportables, preguntas que no se hacen y hechos que no se cuentan. El no hablar de ciertas cosas, en este caso, no significa que se hayan olvidado y ni siquiera perdonado. Esa omisión solo representa el peso abrumador del oprobio, cayendo una y otra vez sobre ella.



> Su historia tenía un resabio vulgar, casi ordinario. Son las mujeres incultas, las irrecuperables, quienes dejan atrás a sus hijos y combaten sus problemas mentales trabajando como mulas. A algunas de ellas los servicios sociales les quitan a los niños. Tal como contó su historia, Rosa parecía estar rozando ese límite. Quizá no obtuvo ni siquiera compasión. Quizá fue solo condescendencia, o la curiosidad que provocan los problemas ajenos. Quizá paternalismo revestido de asombro. Quizá nada. Quizá tal como se levantaron y se fueron a buscar otra bebida las chicas olvidaron todo. Quizá lo único que consiguió, sin preverlo, fue profanar la foto de su niña, mostrándola a quienes no merecían verla.

# Aqui en siete fragmentos

> Incapaz del rencor, del deseo de venganza, Aqui se centró en caminar por una línea recta, sin perderse en el rodeo de los sentimientos innecesarios.

Por esa razón, nadie jamás pudo doblegarlo lo más mínimo.

# A estas alturas

> Un día, muchos años atrás, en la entrada del portal, Clara se había cruzado con Damián, que por entonces debía de tener unos trece años. Un niño grande que se comportaba como uno más pequeño, con torpeza, los labios entreabiertos, la mirada baja y las manos inquietas, sin saber dónde colocarlas. Un niño en la mitad de dos edades, que había crecido más de la cuenta pero aún no se había desarrollado del todo, como solía decirse en esa época. Alto, gordito, blando, sin terminar de cuajar. La sombra del bigote asomando sobre la boca indecisa. La raya al lado, quizá hecha por la madre. El aroma a colonia Nenuco. Calcetines blancos y gruesos zapatos de cordones, como de ortopedia. La bolsa de tela que llevaba colgando del brazo estaba a rebosar de barras de pan. De una de ellas faltaba el pico. El tragón, pensó Clara, no sabe contenerse.



> Se quedó dormida con el café a medio tomar, la cabeza vencida sobre el cuello. No había placidez en ese sueño. Respiraba con esfuerzo, entrecortadamente. Clara le colocó un cojín en la nuca, trató de acomodarla. La piel de sus manos le pareció más fina que nunca, como a punto de romperse por la presión de los nudillos. Las venas que le surcaban las muñecas eran de un verde pálido con un delicado toque turquesa. Bajo el vestido floreado y juvenil se adivinaba un cuerpo derrotado por el cansancio. Al dormir, su madre había dejado de fingir



> Clara no recuerda qué respondió, si se defendió o no, si mostró o no su enfado, si cuando Damián se bajó del autobús –pues a la fuerza tuvo que bajarse antes que ella– se despidió de él como si nada o si le volvió la cara. Como suele ocurrir con la memoria, tiene claro los planteamientos, a veces los nudos, jamás los desenlaces. O bien recuerda detalles inconsistentes, en apariencia sin significado



> Estuvo observándola unos minutos mientras algo cambiaba dentro de ella, como si sus pensamientos hubiesen tomado de pronto una deriva inesperada. ¿Por qué habría de quitarle la venda de los ojos?, pensó. ¿Qué tipo de trofeo estaba persiguiendo? ¿El de la verdad? ¿El ajuste de cuentas? Ese era justo el tipo de cosas que le tentaban de niña, pero ya no. Hacer experimentos, pruebas. Poner a los demás frente a las cuerdas, incluso a quienes más quería. El impúdico placer de confundirlos, de verlos sufrir. De desbaratar sus ideas, quitarles el suelo y hacerlos caer. De ridiculizarlos.

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