Truman Capote. Otras voces, otros ámbitos.

Y aquí, en las hondonadas pantanosas en que florecen tigridias del tamaño de la cabeza de un hombre, hay luminosos troncos verdes que brillan bajo las oscuras aguas cenagosas como cadáveres de hombres ahogados. A menudo el único movimiento que se distingue en el paisaje es el humo invernal que sale enroscándose de la chimenea de alguna granja de aspecto férrico, o un pájaro de alas rígidas, silencioso y con ojos como flechas, volando en círculo por sobre los desiertos pinares.

Ciudad Mediodía no constituye un gran espectáculo. Tiene una sola calle, en la que hay una tienda de Ramos Generales, un taller de reparaciones, un pequeño edificio que contiene dos oficinas —una de un abogado, la otra de un médico—, una combinación de salón de belleza y barbería —dirigida por un manco y su esposa— y un curioso e indefinible establecimiento conocido con el nombre de Lugar Principesco de R. V. Lacey, en el soportal del cual hay una bomba de gasolina Texaco. Estos edificios están apiñados tan apretadamente que parecen formar un palacio ruinoso, montado al azar, de la noche a la mañana, por un carpintero imbécil. Al otro lado del camino, aisladas, hay otras dos estructuras: una cárcel y una rara y tambaleante casa de color jengibre. La cárcel no aloja a un delincuente blanco desde hace cuatro años y pocas veces hay en ella algún otro prisionero, ya que el sheriff es un haragán inútil, siempre dispuesto a holgazanear con una botella de bebida alcohólica y a permitir que los malhechores y los ladrones —y aun los asesinos más peligrosos— permanezcan a sus anchas, en libertad

Un enrejado de estrellas, como un emparrado, congelaba el cielo del sur, y con los ojos entretejió esas viñas tachonadas de estrellas hasta que pudo formar muchas figuras heladas, blancas: un campanario, flores fantásticas, un gato en actitud de saltar, el contorno de una cabeza humana y otros curiosos diseños como los producidos por los copos de nieve. Había una vivida luna de tres cuartos, levemente rojiza. El viento nocturno agitaba aterradores chales de musgo negro que envolvían las ramas de los árboles que pasaban. Aquí y allá, en la blanda oscuridad, las luciérnagas se hacían señales, como transmitiendo en código. Escuchó, satisfecho y sosegado, el remoto ruido de los insectos nocturnos, como de una sierra cantarína.

El fuego se había convertido en cenizas y, mientras el viejo reloj marcaba su tictac como un corazón inválido, las manchas de sol del piso se extendieron y se oscurecieron. Las sombras de las hojas de higueras que enrejaban las paredes se hincharon hasta cobrar una enorme forma estremecida, como la carne cristalina de una medusa. Las moscas se deslizaban sobre la mesa frotándose incansablemente sus patas peludas, zumbando y cantando en los oídos de Joel. Cuando, dos horas más tarde, dos horas que parecían cinco, levantó el reloj

—Todos los niños son enfermizos; es la única gracia salvadora que tienen —afirmó Randolph, y continuó—: Esto ocurrió hace ya más de una década, en un noviembre frío, muy frío. En ese entonces trabajaba para mí un robusto joven negro, espléndidamente proporcionado, con una piel del color de la miel de pantano. —Desde el comienzo una curiosa cualidad de la voz de Randolph preocupaba a Joel, pero sólo en ese momento pudo darse cuenta de qué se trataba. Randolph hablaba sin acento alguno; su cansada voz estaba libre de defectos regionales, pero teñida de una corriente emocional subyacente, de una cáustica carcajada de sarcasmo que le confería una personalidad más bien enfática—. Pero era un poco estúpido. Los estúpidos, los neuróticos, los criminales, y quizá también los artistas, tienen en común la imprevisibilidad y la inocencia pervertida. —Su expresión se tornó afectadamente remota,

Le golpeó la rodilla y todo lo que sucedió sucedió rápidamente. Una breve mancha de luz llameó cuando una puerta se cerró estrepitosamente en el corredor de arriba, y luego sintió que algo lo golpeaba, pasaba junto a él, bajaba saltando los escalones… Y de pronto fue como si todos sus huesos se hubiesen desarticulado, como si sus partes vitales se hubiesen desenroscado como el muelle de un reloj roto. Una pelotita roja… rodaba y rebotaba en el piso de la cámara. Y él pensó en Idabel. Deseó tener un hermano, una hermana, alguien. Deseó estar muerto

El rostro blanco de la tarde fue tomando forma en el cielo. Su enemigo, pensó Joel, estaba allí, detrás de esas nubes como de vidrio, como de humo. Fuera quien fuese su enemigo —o fuera lo que fuese—, su rostro era ése, dibujado allí, luminosamente inexpresivo. Y en ese sentido Idabel podía ser envidiada. Al menos ella conocía a sus enemigos. Tú y tú, podía decir; éste y el otro y el de más allá.

era una espléndida figura, de potente complexión, e, incluso en una fotografía tan descolorida, muy oscuro, casi negroide. Sus ojos, estrechos, taimados y negros, relucían debajo de cejas tan espesas como bigotes, y sus labios, más rotundos que los de cualquier mujer, habían sido sorprendidos en una sonrisa insolente que acentuaba el efecto arrojado, casi de teatro de variedades, de un sombrero pajizo que llevaba, de un bastón que tenía en la mano. Había puesto un brazo sobre la joven, y ésta, una anémica criatura faunesca, lo miraba con completa admiración.

Un resplandor de relámpago conmovió las estrellas. El tocado real de Miss Wisteria se encendió en el breve estallido oropelesco, las joyas de vidrio relumbraron, rosadas, en las luces rojas de la rueda, y Joel, abajo, pudo ver sus blancas manos aladas posándose sobre el cabello de Idabel, alejándose en un revoloteo, estrujando la oscuridad como para comer su misma sustancia. Descendieron y sus carcajadas ondulaban como el largo cinturón de Miss Wisteria. Subieron hacia una nueva explosión de relámpago, se disolvieron. Todavía él podía oír la vocecita de la enana, como flauta barata, ronroneando, persistente como un mosquito, sobre todos los ruidos de la feria.

El mundo era un lugar aterrador, sí, lo sabía. Perecedero, ¿qué podía durar para siempre? ¿O era sólo lo que parecía? Las rocas se desmigajan, los ríos se hielan, las frutas se pudren. Apuñalada, la sangre de los blancos y los negros fluye por igual. Los loros adiestrados dicen más verdad que nadie; y, ¿quién está más solo: el halcón o el gusano? Todos los corazones florecientes se arrugan, se sacan y agujerean, como la hierba de la que nacieron. Y, mientras el anciano se vuelve parecido a una solterona, a su esposa le crece un bigote. La hierba y el amor son siempre más verdes.

Y aquí, en las hondonadas pantanosas en que florecen tigridias del tamaño de la cabeza de un hombre, hay luminosos troncos verdes que brillan bajo las oscuras aguas cenagosas como cadáveres de hombres ahogados. A menudo el único movimiento que se distingue en el paisaje es el humo invernal que sale enroscándose de la chimenea de alguna granja de aspecto férrico, o un pájaro de alas rígidas, silencioso y con ojos como flechas, volando en círculo por sobre los desiertos pinares.

Ciudad Mediodía no constituye un gran espectáculo. Tiene una sola calle, en la que hay una tienda de Ramos Generales, un taller de reparaciones, un pequeño edificio que contiene dos oficinas —una de un abogado, la otra de un médico—, una combinación de salón de belleza y barbería —dirigida por un manco y su esposa— y un curioso e indefinible establecimiento conocido con el nombre de Lugar Principesco de R. V. Lacey, en el soportal del cual hay una bomba de gasolina Texaco. Estos edificios están apiñados tan apretadamente que parecen formar un palacio ruinoso, montado al azar, de la noche a la mañana, por un carpintero imbécil. Al otro lado del camino, aisladas, hay otras dos estructuras: una cárcel y una rara y tambaleante casa de color jengibre. La cárcel no aloja a un delincuente blanco desde hace cuatro años y pocas veces hay en ella algún otro prisionero, ya que el sheriff es un haragán inútil, siempre dispuesto a holgazanear con una botella de bebida alcohólica y a permitir que los malhechores y los ladrones —y aun los asesinos más peligrosos— permanezcan a sus anchas, en libertad

Un enrejado de estrellas, como un emparrado, congelaba el cielo del sur, y con los ojos entretejió esas viñas tachonadas de estrellas hasta que pudo formar muchas figuras heladas, blancas: un campanario, flores fantásticas, un gato en actitud de saltar, el contorno de una cabeza humana y otros curiosos diseños como los producidos por los copos de nieve. Había una vivida luna de tres cuartos, levemente rojiza. El viento nocturno agitaba aterradores chales de musgo negro que envolvían las ramas de los árboles que pasaban. Aquí y allá, en la blanda oscuridad, las luciérnagas se hacían señales, como transmitiendo en código. Escuchó, satisfecho y sosegado, el remoto ruido de los insectos nocturnos, como de una sierra cantarína.

El fuego se había convertido en cenizas y, mientras el viejo reloj marcaba su tictac como un corazón inválido, las manchas de sol del piso se extendieron y se oscurecieron. Las sombras de las hojas de higueras que enrejaban las paredes se hincharon hasta cobrar una enorme forma estremecida, como la carne cristalina de una medusa. Las moscas se deslizaban sobre la mesa frotándose incansablemente sus patas peludas, zumbando y cantando en los oídos de Joel. Cuando, dos horas más tarde, dos horas que parecían cinco, levantó el reloj

—Todos los niños son enfermizos; es la única gracia salvadora que tienen —afirmó Randolph, y continuó—: Esto ocurrió hace ya más de una década, en un noviembre frío, muy frío. En ese entonces trabajaba para mí un robusto joven negro, espléndidamente proporcionado, con una piel del color de la miel de pantano. —Desde el comienzo una curiosa cualidad de la voz de Randolph preocupaba a Joel, pero sólo en ese momento pudo darse cuenta de qué se trataba. Randolph hablaba sin acento alguno; su cansada voz estaba libre de defectos regionales, pero teñida de una corriente emocional subyacente, de una cáustica carcajada de sarcasmo que le confería una personalidad más bien enfática—. Pero era un poco estúpido. Los estúpidos, los neuróticos, los criminales, y quizá también los artistas, tienen en común la imprevisibilidad y la inocencia pervertida. —Su expresión se tornó afectadamente remota,

Le golpeó la rodilla y todo lo que sucedió sucedió rápidamente. Una breve mancha de luz llameó cuando una puerta se cerró estrepitosamente en el corredor de arriba, y luego sintió que algo lo golpeaba, pasaba junto a él, bajaba saltando los escalones… Y de pronto fue como si todos sus huesos se hubiesen desarticulado, como si sus partes vitales se hubiesen desenroscado como el muelle de un reloj roto. Una pelotita roja… rodaba y rebotaba en el piso de la cámara. Y él pensó en Idabel. Deseó tener un hermano, una hermana, alguien. Deseó estar muerto

El rostro blanco de la tarde fue tomando forma en el cielo. Su enemigo, pensó Joel, estaba allí, detrás de esas nubes como de vidrio, como de humo. Fuera quien fuese su enemigo —o fuera lo que fuese—, su rostro era ése, dibujado allí, luminosamente inexpresivo. Y en ese sentido Idabel podía ser envidiada. Al menos ella conocía a sus enemigos. Tú y tú, podía decir; éste y el otro y el de más allá.

era una espléndida figura, de potente complexión, e, incluso en una fotografía tan descolorida, muy oscuro, casi negroide. Sus ojos, estrechos, taimados y negros, relucían debajo de cejas tan espesas como bigotes, y sus labios, más rotundos que los de cualquier mujer, habían sido sorprendidos en una sonrisa insolente que acentuaba el efecto arrojado, casi de teatro de variedades, de un sombrero pajizo que llevaba, de un bastón que tenía en la mano. Había puesto un brazo sobre la joven, y ésta, una anémica criatura faunesca, lo miraba con completa admiración.

Un resplandor de relámpago conmovió las estrellas. El tocado real de Miss Wisteria se encendió en el breve estallido oropelesco, las joyas de vidrio relumbraron, rosadas, en las luces rojas de la rueda, y Joel, abajo, pudo ver sus blancas manos aladas posándose sobre el cabello de Idabel, alejándose en un revoloteo, estrujando la oscuridad como para comer su misma sustancia. Descendieron y sus carcajadas ondulaban como el largo cinturón de Miss Wisteria. Subieron hacia una nueva explosión de relámpago, se disolvieron. Todavía él podía oír la vocecita de la enana, como flauta barata, ronroneando, persistente como un mosquito, sobre todos los ruidos de la feria.

El mundo era un lugar aterrador, sí, lo sabía. Perecedero, ¿qué podía durar para siempre? ¿O era sólo lo que parecía? Las rocas se desmigajan, los ríos se hielan, las frutas se pudren. Apuñalada, la sangre de los blancos y los negros fluye por igual. Los loros adiestrados dicen más verdad que nadie; y, ¿quién está más solo: el halcón o el gusano? Todos los corazones florecientes se arrugan, se sacan y agujerean, como la hierba de la que nacieron. Y, mientras el anciano se vuelve parecido a una solterona, a su esposa le crece un bigote. La hierba y el amor son siempre más verdes.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.